Alberto Chimal (Toluca,
México, 1970)
Ingeniero de
Sistemas Computacionales, maestro en Literatura Comparada, profesor y escritor.
Ganador entre
otros, del premio Becarios y del Premio Nacional del Cuento.
Destaca sobre
todo como cuentista, uniendo magistralmente el mundo mítico con el real.
Entre sus
obras, “El rey bajo el árbol florido”, “El ejército de la Luna”, “El país de
los hablistas” y “El secreto de Gorco” (teatro).
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El Juego más Antiguo
Y pasó que en
la tierra de Mundarna, en un cruce de caminos, una tarde de invierno, se
encontraron dos brujas. Una se llamaba Antazil, la otra Bondur. Eran expertas
en sus artes y sobre todo en el de la transformación, que permite a sus adeptos
mudar de apariencia y de naturaleza. Venían de lugares lejanos, igualmente
distantes, y se odiaban.
La causa no es
tan importante: los conflictos de los poderosos son los nuestros, igual de
terribles o de mezquinos, por más que ellos se empeñen en pintarlos dignos de
más atención, de horror o maravilla, de arrastrar pueblos y naciones. Básteme
decir que habían conversado, por medios mágicos, y decidido: que ninguna podía
tolerar más la existencia de la otra, y que allí, lejos de miradas indiscretas,
lejos de cualquiera que pudiese sufrir daño, resolverían sus diferencias de una
vez.
Una llegó por
el norte, caminando. La otra por el sur. Cuando estuvieron cerca, a unos palmos
de tierra fría la una de la otra, se detuvieron. Se miraron, y no dijeron nada.
Pero Antazil se
convirtió en águila, grande y majestuosa, de garras y pico de acero, y se
arrojó sobre Bondur para sacarle los ojos. Y Bondur se volvió una serpiente
constrictora, de piel gruesa y verde, y se enroscó en el águila para
estrangularla. Y Antazil se volvió agua para escapar de la serpiente, y Bondur
se volvió tierra para absorber el agua, y Antazil se volvió lombriz para
devorar la tierra. Luego Bondur se volvió pájaro para comerse a la lombriz...
Era el juego
más antiguo, como a veces lo llaman, y el que juega pierde cuando no atina a
repeler un ataque, cuando no puede hallar una nueva forma, cuando demora
demasiado. Pero quien juega casi nunca lo hace más que con palabras, con la
imaginación, y en cambio la lombriz se transformó en gato y atacó al pájaro,
que se volvió perro y persiguió al gato, que se volvió rabia e hizo enfermar al
perro, que se volvió tiempo, que cura o que mata. La rabia se convirtió en
clepsidra para aprisionar al tiempo; el tiempo se convirtió en piedra para
romper la clepsidra, que se convirtió en pico para romper la piedra, que se
volvió hacha para cortar el mango del pico...
Así combatieron
durante mucho tiempo, con furor cada vez más grande, pues no cambiaba con sus
formas. Ninguna bruja superaba a la otra, ninguna estratagema servía, y así
Bondur y Antazil fueron animales, plantas, objetos, ideas, categorías, todas
las cosas que tienen nombre, y cada vez más rápido, hasta que los caminos que
se cruzaban bajo la batalla, no exagero, pudieron confundirse con los que
llevaban al Templo de las Maravillas, el que Yuma de Haydayn mandó hacer cuando
fue rey y en el que estaba, en verdad o en imagen, todo: lo creado y no creado,
lo inconcebible, para su goce y el espanto de su pueblo.
Y hasta que
Bondur, furiosa más allá de toda prudencia, se convirtió en hechizo, en magia
pura de muerte y ruina. Antazil asumió su verdadera forma y, como bruja,
comenzó a disolver el hechizo. Bondur apenas pudo transformarse de nuevo,
porque en verdad se disipaba en el poder de Antazil, pero se convirtió en la
espada Finor, la de la Gesta de Alabul, la que corta la piedra y seca la carne
y es amiga de la desolación, y se arrojó sobre su enemiga.
Y he aquí que
Antazil, cuando la hoja estaba por atravesarla, se transformó en Bondur.
Pensó que
Bondur vacilaría, al mirarse fuera de su cuerpo, y vaciló, en efecto, pues
Finor, la hoja terrible, la que en la Gesta mató sin piedad al mismo Endhra, al
Eterno, se detuvo.
Pero luego,
para estrangularla con sus propias manos, para hacerla pagar por el horror de
verse a sí misma, Bondur se transformó, a su vez, en Antazil.
Y entonces se
vieron.
Sí, Antazil con
la carne de Bondur, Bondur con la de Antazil, pero también con los pensamientos
de la otra, sus recuerdos, sus motivos para la vida y el arte y el combate. Y
cada una comprendió a la otra, como nunca había comprendido nada en la
existencia, y cuando se miró desde esos otros ojos, desde afuera, en aquel
instante, también se conoció.
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