(Tokio 1892 - 1927)
Poeta,
novelista, cuentista, ensayista y crítico.
En
1915 escribió su primer cuento “Rashomon”, que más tarde fue llevado al cine
por el director Akira Kurosawa. Fue un perfeccionista de la técnica y el estilo
en todos sus escritos.
Entre
sus obras más representativas podemos citar: “En el bosque”, “La nariz”,
“Figuras infernales”, “El engranaje” y “Kappa” además de muchísimos ensayos y
cuentos cortos.
En
plena juventud el fantasma de la locura empezó a minar su salud y a la edad de
35 años se suicidó con una sobredosis de veronal.
Rashomon
Era un frío
atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la
lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una
gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes.
Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas,
como ciertas damas con el ichimegasa o nobles con el momiebosh, podrían
guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era
explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había
sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y
carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos
textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del
culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata,
se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural
que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del
edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las
ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio,
hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos.
Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto
sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos acudían en bandadas
desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de
la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban
como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.
Pero ese día no se veía ningún cuervo,
tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a
trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos
excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y
sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la
lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.
Como decía, el sirviente estaba esperando
que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de
lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver
a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los
largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos
problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.
Por eso, quizás, hubiera sido mejor
aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene
adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso
había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época
Heian.
Habiendo comenzado a llover a mediodía,
todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos
incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la
manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el
sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger su ímpetu desde
lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo.
Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el
borde de una teja inclinada.
"Para escapar a esta maldita suerte
-pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues
si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en
alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un
perro. Pero si no elijo..."
Su pensamiento, tras mucho rondar la
misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no
elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear
cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor
suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que
convertirme en ladrón".
Lanzó un fuerte estornudo y se levantó
con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El
viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la
gruesa columna había desaparecido.
Con la cabeza metida entre los hombros
paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono
azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la
noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en
donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió otra escalera
ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo
podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada
de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias
sobre el primer peldaño.
Minutos después, en mitad de la amplia
escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un
gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz
procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo
la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el
sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero
subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un
lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de
un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona
encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla?
Silencioso como un lagarto, el sirviente
se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo
encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior
de la torre.
Confirmando los rumores, vio allí algunos
cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama
iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad;
únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres.
Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más
densa la sombra en los restantes miembros.
Unos con la boca abierta, otros con los
brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al
verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido
alguna vez.
El hedor que despedían los cuerpos ya
descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante
después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que
alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja escuálida, canosa y con
aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano
derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga
cabellera parecía una mujer.
Poseído más por el horror que por la
curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que
se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea
entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había
estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno;
parecía desprenderse fácilmente.
A medida que el cabello se iba
desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo
se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo
comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que
simbolizase “el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en
ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en
ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no
habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan
vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.
Él no sabía por qué aquella vieja robaba
cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del
sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche
de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable.
Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos
antes él mismo había pensado hacerse ladrón.
Reunió todas sus fuerzas en las piernas,
y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una
zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre
retrocedió bruscamente, tambaleándose.
-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó
cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.
La suerte estaba echada. Tras un breve
forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien
parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con
violencia:
-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja;
si no, hablará esto por mí.
Diciendo esto, el sirviente la soltó,
desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja.
Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor
histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos
desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su
merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su
voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un
sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se
sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el
sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:
-Escucha. No soy ningún funcionario
imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no
tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que
quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.
La vieja abrió aún más los ojos y clavó
su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos
sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando
algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la
nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz
áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del
sirviente:
-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los
cabellos... para hacer pelucas...
Ante una respuesta tan simple y mediocre
el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la
repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío
desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento
y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró
con su voz sorda y ronca:
-Ciertamente, arrancar los cabellos a los
muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de
mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos
negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los
Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían
que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de
otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual
modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero
seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me
perdonaría.
Mientras tanto el sirviente había
guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la
escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la
mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le
faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección
opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la
vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse
en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había
convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su
entendimiento.
-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó
en tono malicioso y burlón.
De pronto quitó la mano del grano, avanzó
hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:
-Y bien, no me guardarás rencor si te
robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.
Seguidamente, despojó a la vieja de sus
ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un
puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en
la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa
bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.
Un momento después la vieja, que había
estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo,
se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo.
Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la
cara.
Abajo, sólo la noche negra y muda.
Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.
Ryunosuke
Akutagawa