Periodista,
poeta perteneciente a la llamada “Tercera Vanguardia”.
Entre sus
premios, el “Primer Premio Municipal de Poesía”, el “Premio Nacional de
Poesía”, el “Premio Gabriela Mistral” y el “Premio de Literatura
Latinoamericana Juan Rulfo”.
Entre sus
obras, “Las muertes”, “Los juegos peligrosos”, “Cantos a Bernice”, “Desde lejos”
y “Con esta boca en este mundo”.
La abuela
Ella mira pasar
desde la lejanía las vanas estaciones,
el ademán
ligero con que idénticos días se despiden
dejando sólo el
eco, el rumor de otros días apagados
bajo la gran
marea de su corazón.
De todos los
que amaron ciertas edades suyas, ciertos gestos,
las mismas
poblaciones con olor a leyenda,
no quedan más
que nombres a los que a veces vuelven como a un sueño
cuando ella
interroga con sus manos al apacible polvo de las cosas
que antaño
recobrara de un larguísimo olvido.
Sí. Ese siempre
tan lejos como nunca,
esa memoria
apenas alcanzada, en un último esfuerzo,
por la cumbre
de la piel o por la enorme sabiduría de la sangre.
Ella recorre
aún la sombra de su vida,
el afán de otro
tiempo, la imposible desdicha soportada;
y regresa otra
vez
otra vez
todavía, desde el fondo de las profundas ruinas,
a su tierna
paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez,
igual que a un
aposento donde sólo resuenan las pisadas de los antiguos huéspedes
que aguardan,
en la noche, el último llamado de la tierra entreabierta.
Ella nos mira
ya desde la verdadera realidad de su rostro.
Olga Orozco
Olga Orozco
Yo, Olga
Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad,
la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde
crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un
gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
y también el
pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia
está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía
quedan las magias y los ritos,
unas fechas
gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la humareda
distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos
dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se
cumple en el olvido,
aún labra la
desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí
igual que un
espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú
verás extrañamente ajena:
mi propia
aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera
querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en el último
instante fulmíneo como un rayo,
no en el
tumulto incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada
entre los
remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte
no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar
mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
Pero debo
seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu
testigo ante una ley más honda y más oscura
que los
cambiantes sueños, allá, donde escribimos la sentencia:
“Ellos han
muerto ya.
Se habían
elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una
mancha de humedad en las paredes del primer aposento”.
Olga Orozco
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