Virginia Woolf (Londres, 1882 –
Río Ouse, 1941)
Feminista, crítica literaria,
editora, ensayista, escritora de cuentos y novelista.
Entre sus obras “Orlando”, “Al
Faro”, “Las olas”, “La señora Dalloway” y “Una habitación propia.”
A lo largo de su vida sufrió
muchas depresiones e impulsos suicidas. Terminó por suicidarse, llenándose de
piedras los bolsillos de su abrigo y ahogándose en el rio.
La casa encantada
A cualquier hora que una se
despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de
la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
“Lo dejamos aquí”, decía ella.
Y él añadía: “Sí, pero también aquí” "Está arriba”, murmuraba ella. “Y también
en el jardín”, musitaba él. “No hagamos ruido”, decían, “o les despertaremos.”
Pero no era esto lo que nos
despertaba. Oh, no. “Lo están buscando; están corriendo la cortina”, podía
decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. “Ahora lo han
encontrado”, sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y.
luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la
casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas
torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de
la trilladora sonando allá, en la granja. “¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería
encontrar?” Tenía las manos vacías. “¿Se encontrará acaso arriba?” Las manzanas
se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín
estaba quieto y en silencio, como siempre, pero el libro se había caído al
césped.
Pero la habían encontrado en la
sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de las ventanas
reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el
vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a
mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la
puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del
techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra;
de los más profundos pozos del silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de
sonido. “A salvo, a salvo, a salvo…” latía nuevamente el pulso de la casa. “El
tesoro está enterrado; el cuarto…”, el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era
esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se
había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían
penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente
hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del
vidrio; muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose
primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas
las ventanas, las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a
ella, fue al norte; fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del
sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma- “A salvo, a salvo, a salvo,
latía ligeramente el pulso de la casa. “El tesoro es tuyo.”
El viento sube rugiendo por la
avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y allá. Rayos de luna
chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela.
Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la
pareja de duendes busca su alegría.
“Aquí dormimos”, dice ella. Y
él añade: “Besos sin número” “El despertar por la mañana…” “Plata entre los
árboles…” “Arriba…” “En el jardín…” “Cuando llegó el verano…” “En la nieve
invernal…” Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave
sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más, cesan en el
pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos
se oscurecen, no oímos pasos a nuestro lado, no vemos a señora alguna
extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la
linterna. Con un suspiro, él dice: “Míralos, profundamente dormidos, con el
amor en los labios.”
Inclinados, sosteniendo la
linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su
espera. Entra directo el viento; la llama se vence lentamente. Locos rayos de
luna cruzan el suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados;
los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan
su dicha oculta.
“A salvo, a salvo, a salvo”,
late con orgullo el corazón de la casa. “Tantos años…”, supiera él. “Me has
vuelto a encontrar.” “Aquí”, murmura ella, “dormida; en el jardín leyendo;
riendo, dándoles la vuelta a las manzanas de la buhardilla. Aquí dejamos
nuestro tesoro…” Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. “¡A salvo! ¡A
salvo! ¡A salvo!, late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito:
“¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.”
Virginia Woolf
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